Escribió Fabiana en su diario:
Va, se arregla se maquilla se perfuma, y todo para que él, que él la indiferencie con un estoico beso en la mejilla, una sonrisa amistosa y un salirse con algún otro u otra de los límites de su campo visual echándole en cara que ese tiempo para él no fue más que tiempo perdido. Si al menos hubiese sido su tiempo, tiempo para ella, tiempo de ella… Pero no. Todo lo que hizo en ese lapso temporal no lo eligió más que para él. Proyectaba en función su él. Él, fin en ausencia de él. El fin, en presencia de él. Finalmente, después de tanto fantasearlo, aparece él en concreto quemando con su saludo fraterno aquella pequeña felicidad risueña que se sustenta en el ansiarlo. Se desmorona primero su ingenuo entusiasmo, esa energía del esperar [¿esperar qué? ¿Verlo? Junto con todas las expectativas que subyacen a su aparición]. Luego, sus ganas de todo. Se siguen proyectos, deseos y acciones. Finalmente los demás acaban por fundirse con lo demás en un engrudo amorfo y espeso de indefinidos colores opacos que hace agua hasta el punto de hundirla por completo.
Y después, oscuridad. El sombrío vacío de la súbita muerte de una fantasía hueca reflejo de un pensamiento que se revela como totalmente ajeno al mundo punzante congoja que presiona hasta más no poder el pecho como sofocantes marañas que impiden el libre fluir de las pasiones del plexo callando la efusividad de lo espontáneo.
Y claro. Ahí, la soledad. La eterna no mirada condenadora de un continuo movimiento caótico forzado por el mero pasar del tiempo, de un hacer constante que no apunta hacia ningún dónde ni hacia ningún quién. El sinsentido en carne y hueso.
Él. Una construcción psicológica pseudofantástica soporte de pesados significados aporéticos que se chocan con la irrupción de las primeras partículas de una realidad que se impone. Él. Depositario de ilusiones muy íntimas y anhelos tan propios, de proyecciones y ansiedades constructivas que no se animan aún a ser per se, que buscan, reclaman, necesitan el en otro o el para otro. Todo esto subsumido bajo el gran miedo a lo real. Por eso, tan cerca, tan lejos. Él. Inalcanzable. Perfecto… Seguro. Y ella, cansada tan cansada de querer y no quererlo, porque él, en su esencia más pura, escapa inevitablemente al lugar que le corresponde en ese ser objeto de sus deseos.
Y después, oscuridad. El sombrío vacío de la súbita muerte de una fantasía hueca reflejo de un pensamiento que se revela como totalmente ajeno al mundo punzante congoja que presiona hasta más no poder el pecho como sofocantes marañas que impiden el libre fluir de las pasiones del plexo callando la efusividad de lo espontáneo.
Y claro. Ahí, la soledad. La eterna no mirada condenadora de un continuo movimiento caótico forzado por el mero pasar del tiempo, de un hacer constante que no apunta hacia ningún dónde ni hacia ningún quién. El sinsentido en carne y hueso.
Él. Una construcción psicológica pseudofantástica soporte de pesados significados aporéticos que se chocan con la irrupción de las primeras partículas de una realidad que se impone. Él. Depositario de ilusiones muy íntimas y anhelos tan propios, de proyecciones y ansiedades constructivas que no se animan aún a ser per se, que buscan, reclaman, necesitan el en otro o el para otro. Todo esto subsumido bajo el gran miedo a lo real. Por eso, tan cerca, tan lejos. Él. Inalcanzable. Perfecto… Seguro. Y ella, cansada tan cansada de querer y no quererlo, porque él, en su esencia más pura, escapa inevitablemente al lugar que le corresponde en ese ser objeto de sus deseos.