viernes, 3 de julio de 2009

Diario de abordo

Un cuaderno. Un anotador. Un diario. En principio, para anotar eventos importantes –casamiento de Mariana; viaje al sur de Mendoza; estreno de dpto nuevo-. Luego, se fue filtrando la cotidianidad –16 hs médico; pelis que quiero ver: despertares, mientras nieva sobre los cedros, corre Lola corre; hoy, cumple de Javier; comprar medias opacas-, cada vez más cotidianidad –depi!; salida con Lucho (¿qué me pongo?); al fin feriado!!; hoy fuimos a tomar un helado con los chicos, la pasé lindo; ¿rindo o no rindo?-, cada vez más signos (de exclamación, de interrogación, de suspensión). Dudas, deseos e intenciones. Reflexiones. Cada vez más palabras subrayadas, tachadas, cada vez más colores, cada vez más intimidad. Ahora, su diario de viaje. ¿Viaje a dónde? No demasiado lejos, solo a unas horas, quizás días o aún meses de distancia. Al ella de después. No es un viaje demasiado intrépido tampoco, no. Tan solo una pizca de vida. Ahora, descripciones de alguna escena en el transcurso de su día, bosquejos también, y mamarrachos de esos que se hacen hablando por teléfono, alguna que otra entrada de cine abrochada, pétalos de rosas secas que siempre caen cuando está apurada… Frases sublimes que oye en el colectivo, fragmentos de textos publicados en blogs desconocidos
“…a primera vista el amor no me parece un compañero muy simpático, es más bien de los callados, pero es un callado popular, porque parece ser que todo el mundo lo conoce: “La pasás bárbaro con ese. El mejor momento de tu vida." Minga. Minga porque “no me habla en el msn”, porque “no sé qué somos”, porque “no me quiere cómo yo a él”…

Sin duda, su diario. De chica había llenado muchos diarios. Diarios sercretos con precarios candaditos de plástico. Las portadas iban cambiando. Al inicio, fue el rey león, y después, bastante tiempo después, fueron los garfields. De más grande, no había dibujos sino diversidad de texturas en matiz pastel. La tapa decía poco, el interior albergaba la historia de una modalidad de pensamiento que se construía sobre miradas ajenas. Una pequeña parte escapaba siempre al otro, y una parte aún más pequeña se le escapa incluso a ella.
La costumbre de escribir se la había llevado algún viento de la adolescencia. Un día, para recordar la fecha del casamiento de su hermana, había manoteado el anotador amarillo dispuesto junto al teléfono que nunca había usado. En ese anotador figuraron a lo largo del año una serie de eventos, por lo cual, al año siguiente, optó por comprar una agenda. Un cuadernito Norte, con una llama fucsia sobre un fondo celeste, lo más barato. Ahora, una pequeña agenda de tapa rígida naranja oscuro, nada pintoresca, con sus tres días por página y su sección de “notas” y de “teléfonos” era su pequeño jardín secreto. No tan secreto, no había nada que ocultar. Pero tampoco nada que mostrar. Ya no más diarios íntimos, que hoy juntan polvo en un cajón. Hoy, cumpleaños, horas y citas, especificando la dirección y el teléfono. Frases cortas. Escuetos comentarios que fijan emociones abrumadoras (incluso hasta por semanas) u observaciones que no adquieren demasiada trascendencia hasta ese después de muchas páginas, a veces, de muchos meses.
Es que todo eso se vería más adelante. En dos o tres años, un domingo después de almorzar, sentada junto al ventanal frío, abriría esa agenda, cómplice del tiempo y evidencia de que el hollín siempre sabe esconderse del plumero, para leer lo que alguna vez había sido su presente. Cristalizaciones excedidas de sentido. Ciertas palabras retumbarían en su cabeza, actualizando sensaciones que de otro modo nunca hubiesen sido en nadie. Otras pasarían de largo, a pesar de su importancia hoy, dos o tres años antes. El recuerdo de que fue, el registro de que estuvo. Se reconocería en el trazo de las a y de las l, pero sus r, s, p y q ya no serían las mismas. Tantas cosas ya no serían las mismas. Y sin embargo, los vestigios de aquel tiempo, no solo fantasías de una memoria o colores en una foto. Esos residuos ahí, en la redondez de las a y en lo afilado de las l, ahí, en ella.
Hojas de otoño. Eso lo había escrito hacía ya casi seis años en un cuaderno floreado. No llevaba diario entonces, solo la necesidad de escribir y siempre papel y lápiz. Cual hojas, cada página mostraba un mundo de ramificaciones de su pensar, todas cayendo del mismo árbol, pero todas todavía un poco verdes. Había sido un quiebre terminar esa historia. Había sido representativo de lo que podía hacer aquella humanidad librada a sí misma. Las palabras tenían peso y los límites no se negociaban más. Le faltaban dimensión y contexto a sus acciones, perspectiva, y ese fin fue lo primero que le partió la cabeza. Hojas de otoño empezaron caer; alguna melodía, poesía o letras de canciones, búsqueda de algún alivio pero preguntas, muchas.
Minga que Fulanito (o el más popular de los callados) fue lo mejor que te pasó en la vida, sino, ¿cómo se explica esa herida que se te abre al vacío? La tranquilidad del pequeño mundo se esfumaba porque se presentaban de pronto las partes que habían sido hasta entonces meramente mentadas. Y una mentaba a muchas más, y esas, a su vez, a más, y a más, y así, y la ansiedad de no tener certeza de nada y la angustia de duelar una vida tan chiquitamente simple. Vacío, o inmensidad de otras muchas mejores cosas que te pasan en la vida. Después del otoño, había escrito, el invierno –VACÍO- pero nunca más un invierno tan frío, pensaba ahora y recordaría haberse dicho después. Las hojas de otoño tenían que amarillentarse en algún momento y terminar siendo el polvo que se acumula en los pliegues de su agenda. INMENSIDAD. Ahora, inconmensurable inmensidad que aguarda a que se ajuste al tiempo. Porque el tiempo no espera. Y una pequeña agenda de tapa rígida naranja oscuro, nada pintoresca, con sus tres días por página y su sección de “notas” y de “teléfonos” no lo captura ni lo detiene. Solo lo evidencia.

Adrienne
03-07-09

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